CUENTO GANADOR DEL V FESTIVAL MARISTAS DE LAS ARTES Y LAS LETRAS SALAMANCA 2023
EL GUARDIAN DE LA ALEGRÍA
Nilu es de Bagao, una pequeña
aldea africana en la que todos sus habitantes se conocen y cuidan como si
pertenecieran a la misma familia. Desde muy pequeños aprenden a compartir todo lo
que tienen, o mejor dicho, lo poco que tienen. Si tu cabra da más leche que la
del vecino, la compartes con la tranquilidad de que el día que lo necesites,
también contarás con tu pequeña ración.
Las cabañas,
llamadas bomas, no tienen agua corriente ni aire acondicionado. Tampoco
sillones, ni alfombras, ni sala de juegos, ni televisor. Sólo cuentan con lo
imprescindible para vivir, unos colchones en el suelo en el que duerme toda la
familia y una pequeña cocina; el resto de la vida se hace en la calle, junto al
resto de vecinos.
La
escuela está en Serseri, un poblado más grande al que cada día los niños de Bagao
tienen que caminar durante casi una hora para asistir a clase.
Los
adultos no saben que son los teléfonos móviles, sólo hablan en persona. — ¡Qué
raro!, ¿verdad?— Ellos pensarían lo mismo de nosotros si supiesen que nos
comunicamos con unos “aparatos” que no nos permite ver la cara de nuestro
interlocutor.
Los
niños no tienen juguete; poseen algo mucho
mejor: imaginación. Gracias a esa creatividad son capaces de convertir el viejo
árbol Yimba, que tiene ramas bajas muy fáciles de trepar, en el mejor de los castillos
hinchables. Tampoco tienen ropa o zapatillas de marca, todos usan el kanga,
vestimenta típica de Kenia, por lo que no le dan ninguna importancia a la indumentaria.
Para
ellos lo más importante es la alegría, y es que no lo hemos contado todavía
pero la característica más destacable de los habitantes de Bagao es la sonrisa,
una sonrisa amplia y pura que nace desde lo más profundo del corazón y brota
como un manantial por la boca.
A pesar
de todas las carencias que hemos detallado, la gente se siente plenamente feliz, porque como dice el refrán: no es más
rico el que más tiene, sino el que menos necesita. Y fíjate si necesitan poco,
que ni siquiera tienen dinero, no les hace falta. En Bagao no hay tiendas donde
gastarlo, ni bancos donde guardarlo. De esta forma todos son igual de ricos.
Nilu tiene trece años y le faltan dos semanas para
cumplir los catorce. Su mejor amigo Baraka los acaba de hacer y no es una
cuestión menor porque a esa edad se les considera mayores, y pueden acompañar a
los cazadores en las batidas que una vez al mes tienen lugar. Entre las funciones
de los cazadores aprendices, que es como les llaman, se encuentran las de limpiar las piezas cazadas
y portarlas, también buscar agua o el mejor sitio para pasar la noche —en
ocasiones las cacerías se alargan durante varios días siguiendo el rastro de
las manadas de ñus y cebras, en sus migraciones por la sabana—.
Si en situación
normal, todos los niños anhelan hacerse mayores, imaginad cuando lleva
aparejado esta auténtica aventura.
Nilu
vio partir a su amigo junto al resto de cazadores. Le embargaba la ilusión de que
en la próxima, él también formaría parte del grupo. Los días que duró la
cacería se le hicieron muy largos, echaba de menos hablar con Baraka cuando tenía que cuidar el ganado o de
camino a Serseri para ir a clase.
Al
atardecer del sexto día los vio regresar, traían una buena cantidad de comida y
no había que lamentar ningún daño entre los cazadores, pero había algo extraño
en sus semblantes que no supo identificar.
Por la
noche, durante la danza festiva alrededor del fuego en agradecimiento por la
buena caza, Nilu se percató de algo: ¡a
los cazadores les faltaba la sonrisa!
Pasaron
varios días y la situación, no sólo no mejoró, sino que había empeorado. Los hombres
apenas querían salir de sus chozas. No tenían ganas de reír ni de contar divertidas
anécdotas como solían hacer antes de irse a dormir a las bomas.
Nilu preguntó
muchas veces a Baraka —quien también había perdido la alegría desde su retorno—,
por lo que les había ocurrido durante la cacería, pero su mejor amigo no sabía
darle una respuesta. Tras mucho insistir fueron recordando paso a paso todo lo
que habían hecho, hasta que un detalle llegó a su mente:
—El segundo día paramos a descansar en un
valle donde había un pequeño arroyo de agua cristalina pero con un sabor muy amargo.
Desde que la bebimos algo cambió. El
silencio se hizo entre nosotros.
La
falta de alegría se estaba extendiendo entre
todos los habitantes del poblado. Los niños habían dejado de jugar y las
ruidosas carcajadas habían sido sustituidas por miradas vacías y desconcertadas.
Cada familia se sentaba a la puerta de su cabaña sin relacionarse con las demás,
y esto le partía el corazón a Nilu.
Ambos
chicos tomaron la decisión de que no podían permanecer con los brazos cruzados
mientras Bagao perdía su mayor riqueza.
A la
mañana siguiente, antes de que saliera el sol y los habitantes del poblado comenzaran
a regar los cultivos y echar de comer al ganado, Nilu y Baraka partieron rumbo
al lugar que había llevado la tristeza a su querida aldea.
Tardaron
dos jornadas en llegar. Baraka no tenía dudas de que el arroyo que tenía delante
era en el que habían bebido hacía unos días, pero extrañamente, esta vez el
agua no estaba cristalina sino enfangada y sucia.
Nilu contemplaba
su reflejo cuando Baraka
resbaló con el barro y cayó sobre una enorme caca de elefante, lo que hizo que
se riera a carcajadas. Carcajadas que cesaron automáticamente cuando se dio
cuenta de que su rostro en el agua se reflejaba serio.
Volvió
a probar poniendo diferentes muecas que su borroso reflejo imitaba fielmente,
menos cuando sonreía que permanecía grave.
—Qué extraño…creo que hemos dado con una
pista de los que está pasando— dijo Nilu, mientras en una pequeña caracola
recogía un poco de tan misterioso agua.
— ¡Mira esto! — Le anunció Baraka, señalando
un mechón de pelo que estaba enganchado en una rama. Era tan rojo como el fuego.
Nilu lo
guardó junto con la caracola, en un especie de bolsa que hizo con una enorme
hoja de platanero, tal y como le había enseñado su abuelo años atrás.
— ¿A dónde vamos ahora? —preguntó Baraka.
—Vamos a buscar al gran maestro Murak que
vive en la Montaña Perdida; quizás él pueda arrojar algo de luz sobre lo que acabamos
de descubrir.
La
subida a la cima no era sencilla, pero Nilu y Baraka eran grandes escaladores. El
hecho de haber pasado la infancia jugando a saltar de piedra en piedra y trepando
a los árboles, en lugar de jugando a videojuegos, ahora les era de gran ayuda.
Antes
de la puesta del sol coronaron la montaña, donde encontraron a Murak recogiendo
varios tipos de semillas que iba seleccionando y guardando en distintos botes.
Cuando
le explicaron el motivo de su visita, el gran maestro les pidió que le
mostraran el agua de la caracola, inspirando su olor varias veces. En el
momento en que Nilu extrajo el mechón de pelo rojo, Murak abrió los ojos sorprendido
y susurró:
—Ahora lo entiendo todo— tomó aire y
prosiguió —, ese pelo tan rojo sólo puede
ser de la malvada Timinga, una hechicera a la que no le gusta nada la felicidad
ni la alegría. Para ella la risa es tan molesta como el chirrido de una puerta
oxidada. Vuestro poblado era una china en su zapato, siempre tan feliz y
alegre. Conozco el embrujo que ha usado y cómo revocarlo.
— ¿Cómo? — preguntaron al unísono ambos niños.
—Al entrar en contacto el agua hechizada con
la boca del que la bebe, automáticamente le roba la sonrisa y con ella la
alegría. Debéis descubrir dónde las ha escondido. Si ha sido en un ser vivo, la
única forma de que todo vuelva a la normalidad es haciéndole beber el agua
hechizada. De esa forma se contrarrestará el efecto del hechizo y la sonrisa volverá
a su verdadero dueño. Guardad el agua de la caracola como oro en paño, la
necesitareis.
— ¿Pero dónde se esconden una montón de
sonrisas? — se interesó Baraka con el rostro compungido.
—Esa es vuestra tarea. Id en busca de Timinga.
Vive en el cráter del volcán, pero tened mucho cuidado — les advirtió, — es el territorio en la que habitan las
hienas y se protegen mutuamente.
En
cuanto el sol les saludó con los primeros rayos, ambos chicos se pusieron nuevamente
en marcha. El volcán estaba a tres días de camino, pegado a la playa. Llevaba
muchos años inactivos. El padre de Baraka le había contado en una ocasión, que
su abuelo lo había visto arrojar fuego por la boca. Todo el poblado pensó que
los dioses se habían enfadado.
Cuando
se estaban aproximando comenzaron a vislumbrar las primeras huellas de hienas y
restos de huesos de animales que les habían servido de almuerzo.
Nilu y
Baraka, como futuros cazadores, ya conocían las técnicas para seguir rastros
sin ser descubiertos —por ejemplo, ponerse contra el viento para que no les detectaran
con su buen olfato—. Aun así eran conscientes del riesgo que implicaba estar en
su territorio.
Al
llegar a los pies del volcán treparon a un árbol y esperaron a que se hiciera
de noche, porque es cuando las hienas salen a cazar, y así podrían recorrer
tranquilamente el último tramo del viaje y sorprender a la malvada Timinga.
La
luna llena les ayudó a seguir el sendero hasta la boca del cráter, donde
enseguida localizaron a la hechicera al pie de una enorme cazuela de barro en
la que debía estar preparando algún hechizo maligno por el pestilente humo que desprendía.
Vestía
una capa hecha con la piel de una cebra y en la cabeza portaba una especie de
corona con la cornamenta de un búfalo de la cual salían desordenados mechones
rojos.
Con
una sola mirada se pusieron de acuerdo para, sigilosamente, rodearla. Cuando
estuvieron a su espalda, cada uno la sujetó de un brazo y la levantaron hasta estar a punto de meterla en
la humeante olla.
— Dime dónde has escondido las sonrisas de mi
pueblo o te convertiremos en un delicioso guiso para tus amigas las hienas—
le advirtió Nilu.
La
hechicera, lejos de asustarse comenzó a reírse con carcajadas tan altas y
estridentes que les pusieron la piel de gallina.
— ¡Jamás las encontrareis! — Gritó, y con
unas palabras ininteligibles formuló un conjuro que la transformó en un pequeño
murciélago que ágilmente se liberó de las manos que la sujetaban emprendiendo el
vuelo de huida; mientras continuaba con sus sonoras carcajadas.
No
habían salido de su asombro cuando escucharon un fuerte aleteo por encima de
sus cabezas. Un enorme búho se abalanzó sobre el murciélago y con su poderoso pico
curvado lo atrapó violentamente y se alejó con el botín.
En ese
momento el silencio lo envolvió todo.
—Jamás encontraremos las sonrisas— se
lamentó Baraka. — ¿Qué hacemos ahora?
—Correr muy rápido— contestó Nilu.
— ¿Correr muy rápido? Yo he perdido la sonrisa
pero creo que tú has perdido la cabeza.
Nilu
le hizo un gesto a su amigo para que mirase la ladera del volcán y viera a la jauría
de hienas que regresaban de su caería nocturna.
Treparon
nuevamente al árbol y estuvieron tan quietos como pudieron, casi sin respirar.
Las hienas se detuvieron junto al árbol que les servía escondite.
Sin
duda, gracias al fétido olor que desprendía la cazuela, no percibieron el
rastro de los dos intrusos que estaban sentados en una rama, apenas unos metros
por encima de sus fuertes mandíbulas.
Las
hienas sacaron de en un tronco hueco unos pedazos de carne que devoraron con
ansia y guardaron en su lugar la que acababan de cazar. Acto seguido, con sus
tripas rebosantes de comida, se echaron a descansar.
A Nilu
le costó mucho dormirse, no paraba de
pensar en qué lugar podrían estar escondidas las sonrisas de sus seres
queridos. Miraba al cielo estrellado buscando respuestas y preguntándose cómo
estarían sus padres en el poblado, ahora tan sumido en la tristeza.
Cuando
amaneció, Baraka le despertó con un ligero codazo, finalmente había caído en
los brazos de Morfeo. Aprovechando que las hienas ya no estaban, bostezó
tranquilamente.
—Qué mala noche he pasado, que animales tan
ruidosos— dijo Baraka.
Nilu
apenas le escuchaba, seguía absorto en sus pensamientos, pero su amigo continuaba.
—Han estado toda la noche roncando y cuando
se han despertado han empezado a pelearse y a emitir esas risitas tan desagradables.
— ¿Cómo has dicho? — Preguntó Nilu.
— ¿No las has oído? A mí me han despertado,
carcajada va carcajada viene.
— ¡Ahí están! — Gritó Nilu incorporándose
de golpe. —Nadie sospecharía de escuchar
reír a una hiena. Timinga usó a sus compinches para tenerlas siempre bajo
control. Las hienas esconden vuestras sonrisas.
—Entonces…— le interrumpió Baraka —según nos indicó Murak, tenemos que lograr
que las hienas beban el agua hechizada de la caracola, para que las sonrisas
vuelva a nosotros, pero… ¿cómo lo conseguimos?
Nilu
pensó un rato y finalmente se levantó de un salto y apremió a su amigo — ¡Sígueme!
Corrieron
ladera abajo hasta alcanzar la playa. Una vez allí Nilu cogió hojas de una palmera,
las extendió en la arena y las llenó de agua de mar usando un medio coco.
Tuvieron
que esperar unas cuantas horas para que el sol evaporase el agua, y quedaran
las escamas de salitre sobre la superficie de las verdes hojas.
Al
atardecer ya tenían una considerable cantidad de sal con la que regresaron a
las inmediaciones del volcán, donde se escondieron hasta que cayó la noche y
las hienas volvieron a salir de caza.
Cuando
estuvieron solos, Nilu sacó la sal y la vertió sobre los trozos de carne que las
hienas habían escondido la noche anterior en el tronco que les servía de despensa.
A
continuación tomaron prestados unos calderos de la hechicera, que ya no iba a
necesitar, y fueron a llenarlos a un pequeño manantial próximo a la subida del
volcán.
Baraka portaba la pesada carga sin entender
muy bien cuáles eran las intenciones de su amigo.
Por
último, Nilu sacó la caracola con el agua hechizada y la mezcló con la de los
calderos.
— ¿Y
ahora? — preguntó Baraka.
— Ahora volvemos a casa— le respondió.
Como era
costumbre, cuando las hienas regresaron de la cacería nocturna sacaron la carne
guardada y la devoraron con tal ansia que fueron incapaces de percibir la
cantidad de sal que contenía. Una vez terminada, la sensación de sequedad en la
lengua y la sed, hicieron que se arrojaran sobre los calderos de agua y los
bebieran hasta no dejar una sola gota.
Unos
días después, antes de que nuestros protagonistas giraran la última curva que
les permitiría por fin divisar su poblado, comenzaron a escuchar a lo lejos las
risas y gritos típicos de Bagao. Oían ladrar a un perro y el canto alegre de
una mujer que estaba cuidando las vacas.
Nilu sentía
tal felicidad que su corazón latía con la fuerza de un tambor. Tenía tantas ganas
de volver a abrazar a sus padres que quería echar a correr.
— ¿Oyes eso? — Peguntó, girándose hacia
Baraka, quien en ese momento esbozó una gran sonrisa. Era una sonrisa que le
llenaba la cara, una sonrisa de alivio, de agradecimiento. Era una sonrisa de
corazón.
Y así
fue como los habitantes de Bagao recuperaron la alegría. Alegría que siguen
transmitiendo de generación en generación como el don más preciado que se puede
regalar.
—FIN—
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