CUENTO FINALISTA EN EL VI FESTIVAL MARISTA DE LAS LETRAS Y LAS ARTES 2024.

 



EL MILAGRO DE DOÑA MILAGROS

Este septiembre ha llegado un compañero nuevo a clase, se llama Luka y es de Ucrania.

Luka tiene el pelo rubio como el trigo en verano y los ojos, profundos y azules, del color del mar; su piel es blanca y su cuerpo alto y espigado. Camina un poco encorvado hacia adelante, como si quisiera disimular su estatura.

Es un niño serio y asustadizo  —cuando suena la sirena del recreo, se estremece y busca con la mirada a la profesora—,  así que doña Milagros le ha sentado en el primer pupitre, al lado de su mesa, para que esté más tranquilo.

En el patio prefiere estar solo, se sienta en un banco y no quiere participar de nuestros juegos.

Primero fueron los niños los que le invitaron a jugar al futbol y, ante su tímida negativa, después lo intentamos las niñas. Le pedimos que jugara con nosotras al baloncesto o a carreras, pero se puso rojo como un tomate y mirando al suelo, volvió a negar con la cabeza.

A lo mejor no nos entiende o quizás le parecen aburridos nuestros juegos en comparación con los de Ucrania.

Todavía no nos ha explicado ninguno; doña Milagros nos pide que le demos tiempo, que no es fácil adaptarse a un país nuevo con otro idioma y otras costumbres.

Nosotros por ejemplo, lo primero que hacemos los lunes es la asamblea. Nos sentamos en círculo y contamos brevemente qué tal hemos pasado el fin de semana.

Después ponemos en el centro la silla azul “de la pena”, donde si alguien está triste, se sienta y nos explica el motivo de su sentimiento.

Miguel, la semana pasada, nos contó que su abuelo se había puesto malo y que le habían ingresado en el hospital.  Yo me senté para exponer que había perdido mi comba en el parque y le tenía mucho cariño porque me la regaló Andrea, mi mejor amiga del pueblo.

Cada vez que un niño explica el porqué de su tristeza, los compañeros que quieran, se pueden levantar y darle un abrazo.

Doña Milagros nos dice que esos abrazos no solucionan los problemas pero sirven para repartir un poquito de nuestra pena con los otros niños.

      — Como si llevas una bolsa de la compra muy pesada y un amigo te ayuda con las manzanas, otro con el paquete de leche, y un tercero con la caja de galletas. Eres tú quien sigue llevando la bolsa, pero vas un poco más ligera.

A pesar de la pena que transmitían los ojos de Luka, tardó varios lunes en sentarse en la silla azul. El día que lo hizo fue muy triste.

Él no tenía que soportar el peso de una bolsa de la compra sino el de un saco enorme.

Ese día, a pesar de la alegría inherente a la navidad que estaba a la vuelta de la esquina, y que ya se dejaba ver en la decoración de la calle y los villancicos de los centros comerciales, todos nos fuimos a casa cargados con un poquito de su pena.

Luka estaba preocupado porque hacía semanas que no hablaba con su papá, que se quedó luchando en Ucrania y temía que le hubieran hecho daño.

Andrés, que es el niño más introvertido de clase, fue el primero en levantarse y darle un abrazo.

Se habían hecho muy buenos amigos y pasaban los recreos juntos, muchas veces sin hablar, pero en mutua compañía.

El día siguiente, y a pesar de que la silla azul sólo se ponía los lunes después de la asamblea, Luka preguntó si podía volver a sentarse en ella.

El miércoles la pidió de nuevo y doña Milagros le dijo que no era necesario, que cuando se sintiera triste directamente la cogiera.

Todos los días nos contaba algo que le preocupaba o que le entristecía. Cada vez éramos más los niños que nos levantábamos a abrazarle.

Detrás del dolor y las reservas de Luka, se escondía un niño bondadoso y ocurrente.

Cuantas más cosas nos contaba, más insignificantes nos parecían nuestros problemas diarios, de manera que poco a poco dejamos de sentarnos en la silla azul de la pena, que pasó a llamarse la silla de Luka.

El primer lunes después de Reyes, doña Milagros trajo una silla nueva. Era de un color amarillo, tan vivo y alegre, que llamaba la atención sobre el resto del mobiliario de la clase.

   Esta es la silla del agradecimiento, que me ha traído Melchor —explicó—

   A partir de ahora, después de la asamblea y la silla azul de la tristeza, quien quiera puede sentarse en ella y contar por qué se siente feliz y qué tiene que agradecer.

Todos los niños de clase pasamos por ella y explicamos el motivo de nuestra felicidad.

Luka nos había enseñado lo afortunados que éramos, no solo por los regalos recibidos, sino por el hecho de haber pasado las navidades en familia, sin miedo a la guerra ni a las bombas.

Él fue el único niño que no la usó, pero ya no parecía tan triste ni esquivo.

El siguiente lunes cuando doña Milagros iba a retirar las sillas para empezar la clase, Luka se levantó tímidamente y, para sorpresa de todos, se sentó en la silla amarilla.

   Me siento aquí, porque en navidad Andrés me ha invitado a jugar a su casa por el cumpleaños de su hermana, y me ha hecho muy feliz. Su padre trajo chocolate con churros y vimos una película muy divertida. También quiero dar las gracias a mis compañeros de clase, por hacerme sentir como uno más. Y a doña Milagros, porque cuando le dije que no quería ir al cumpleaños, ya que no podía regalarle nada, me trajo un libro envuelto en papel de regalo para que se lo diese.

   ¡Luka!, ese era nuestro secreto—. Le interrumpió la profesora.

   Perdón doña Milagros, pero quiero compartirlo. Estoy muy lejos de casa y echo de menos mi habitación, mis posters de futbolistas y mis juguetes. Pero me habéis hecho sentir que estoy en una nueva casa.

   Estás en casa hijo—. Le contestó la profesora, consciente de lo que necesitaba Luka esa afirmación de cariño y pertenencia.

Al escucharla, el niño se rompió y comenzó a llorar.

Avergonzado se tapaba la cara para que no le viéramos, pero era un llanto imposible de contener. Los sentimientos y las lágrimas brotaban como si de un manantial se tratara.

Entonces ocurrió algo mágico, algo que solo ocurre en los cuentos de navidad.

Nunca nos abrazábamos después de la silla amarilla, pero toda la clase se levantó a abrazar a Luka, que dejaba salir sus lágrimas, tanto tiempo contenidas.

Cuando nos dimos cuenta, la profesora también estaba unida a ese gran abrazo, y también estaba llorando a moco tendido, —ella no se avergonzaba—.

Uno tras otro empezamos a llorar. Las lágrimas iban pasando de uno a otro como lo hace la llama entre los fósforos.

Éramos una piña gigante de brazos entrelazados y ojos llorosos.

Doña Milagros dijo:

   Este será nuestro secreto, que no nos llamen la clase llorona. Espero que sepáis guardarlo mejor que Luka—.

En ese momento abrió la puerta don Ricardo, el profesor de la clase contigua, intrigado por el ruido que provenía de la nuestra.

 Su cara de sorpresa hizo que nuestro llanto, progresivamente, se fuese convirtiendo en risas, y las risas en carcajadas.

Carcajadas que al igual que los abrazos o las lágrimas, no solucionan los problemas, pero que alivian un poco la pesada carga que a veces llevamos en el corazón.

 

FIN

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